Desde que el LUSAT-11—primer satélite argentino2 de la historia en alcanzar órbita—fue lanzado en enero de 1990, el camino de la ingeniería espacial en Argentina ha sido particular. Aquello que empezó como un esfuerzo de un pequeño grupo de entusiastas aficionados, a pulmón—y si se quiere con cierto espíritu “pyme”—rápidamente mutó hacia un sistema curiosamente opuesto, impulsado desde sectores gubernamentales y afines, controlado por un puñado de organizaciones. ¿Por qué semejante pirueta? El surgimiento de este “sistema” fue producto de complejos procesos políticos de la época que no me sentiría capacitado para describir con precisión pero resultaron en la creación o impulso de entidades gubernamentales que crecieron bajo la tutela de la siempre influyente NASA, al calor de lo que en la época se denominaban “relaciones carnales”. Otros tiempos.
Le llevaría unos 8 años desde el LUSAT-1 al nuevo “sistema” poder lanzar un par de satélites, con resultados variopintos. Un factor clave a destacar: al ser un modelo formateado por el pulso de agencias espaciales, éste no se caracterizaba por su agilidad, por su eficiencia ni por su celeridad. En última instancia, las misiones espaciales producidas no requerían nada de eso, porque los “clientes” (léase, otras entidades gubernamentales) podían esperar y podían pagar.
Con todo, el modelo imperante 1991-2011 creció algo ajeno a cualquier orientación de negocios y maduró basado en la ciencia pura, y en cierta épica. La excepción serían un par de misiones de telecomunicaciones que, si bien aparecen como de corte más comercial, a la postre son producto de la interacción de las mismas entidades más algunas nuevas creadas exclusivamente para tal fin. Con todo, satélites de toneladas de peso y kilovatios de potencia se volvieron la norma.
La cuestión comienza a cambiar a partir del principio de la década del 2010, no sólo en Argentina sino en el mundo, donde aparece una forma nueva de hacer espacio. Como en la película “Querida, encogí a los niños” (1989), alguien sacó un rayo reductor y todo se encogió de golpe: en vez de las organizaciones de miles de personas (a imagen y semejanza de NASA), surgieron pequeñas empresas de un puñado de pibes y pibas jóvenes sin experiencia previa armando satélites ridículamente chicos, y escandalosamente baratos. Alta confiabilidad? Redundancias triples modulares? Bien gracias. Estos satélites usaban tecnología nivel escuela secundaria técnica. A esto, un genio desconocido lo llamó “NewSpace”.
Si bien los Cubesats habían estado dando vueltas desde 1999 más o menos, y se sabía que podían tener cierto uso comercial, la verdadera “innovación” que trajo NewSpace fue a nivel agilidad (léase, complejidad organizacional) y modelo de negocios. Estas pequeñas empresas que empezaron a proliferar estaban muy orientadas a vender y a vender rápido, porque además se alejaron de todo lo gubernamental y se acercaron a inversores privados, quienes no se caracterizan por su paciencia ni su caridad. Fundamentalmente, NewSpace corrió el foco de atención de los satélites como un fin en sí mismos: estos ya no eran objetos épicos que flotan en el espacio y traen “soberanía”, sino productos o dispositivos que proveen datos de valor económico o un servicio. Es más, los satélites eran ahora una pieza más de un mecanismo mayor que incluía procesamiento, servidores y automatización. Luego de un comienzo algo “alocado” de NewSpace allá por el 2010-2013, y no sin algunos porrazos importantes, hoy existe un NewSpace más sobrio donde se han aprendido muchas lecciones y los satélites tienen un balance costo/confiabilidad más cerebral, y donde el software a bordo, como dijo un afamado inversor, se está comiendo el mundo.
A nivel local, lógicamente la fricción entre el modelo viejo y nuevo se hizo y se hace notar. De alguna forma, y a más de una década de este cisma, todavía hay confusión en cómo acoplar el “sistema 1991” con las formas actuales, que ya no podemos llamar “nuevas” porque están hace años, por ende la etiqueta “NewSpace” empieza a quedar chica. Lógicamente, los protagonistas y arquitectos del sistema anterior se aferran a lo conocido cuando claramente el contexto cambió y es momento de dejar rodar una industria espacial argentina más ágil, descentralizada, orientada a negocios, a la exportación y a la colaboración. Cualquier experimento híbrido tipo “spoke-hub”, donde un ente central reparte el juego a un grupo de pequeños entes periféricos, no alcanza. Lo que salva es el combo sagrado: baja complejidad organizacional, baja burocracia, excelencia tecnológica y objetivos de negocios claros. Que pueden cambiar, seguro, pero si se es liviano, se puede cambiar rápido y barajar de nuevo. Cuando el mundo tira para abajo, es mejor estar atado a poco dijo alguien—palabras más, palabras menos—una vez.
He estado parado en ambos marcos de referencia, en ambos sistemas. Cuál es mejor? No sé. Sólo sé cuál es el actual. Desconozco qué vendrá después.
El modelo “military-industrial complex”—tal como lo describió Eisenhower—basado en gigantes repartiéndose la torta requiere una “teta” (léase, un DoD con USD 800 mil millones de presupuesto) para funcionar.
El espacio es, primero, un recurso natural a cuidar. Y segundo—hay que aceptarlo—un negocio. Como dice otra frase por ahí, no estamos todos a bordo del mismo barco, pero estamos todos en la misma tormenta. Algunos tienen un velero, otros un transatlantico, otros una canoa. A todos nos conviene lo mismo: llegar a buen puerto.
Más información: http://www.trascarton.com.ar/aniversarios/25-anos-del-lusat-1
Siempre es difícil asignar nacionalidad a un objeto inanimado. Cuando digo “argentino” digo diseñado, pensado por materia gris argentina, por más que los chips y tornillos del satélite hayan venido quién sabe de dónde.